sábado, 26 de noviembre de 2011

La noche en que vi las estrellas

Era una noche como cualquier otra. Caminaba de vuelta a casa, como siempre, inmerso en mis pensamientos. A mi alrededor solo había campos, sin nada plantado. A pesar de no encontrar ningún resto de vida en ellos, la húmeda noche había empezado a hacer sus efectos. Estaba todo medianamente mojado. El asfalto de la carretera por la que yo transitaba también. El olor a tierra mojada invadía mis pulmones. A lo lejos podía vislumbrar la tenue luz de una casa de huerta. Al lado parecía tener una especie de árbol. Una higuera, al menos eso me hizo pensar su sombra. Con aquel nocturno “rocío”, los caracoles habían emprendido su largo camino hacia ninguna parte, sin importarles ir por asfalto, hierba o tierra. Yo, por mi parte, intentaba fijarme lo máximo posible para no pisarlos. En un descuido, salvando la vida de un caracol casi pierdo la mía. Pisé un trozo de una roca, resbaladiza por la humedad y, consiguió hacerme perder el equilibrio. Caí, como no, en una acequia que hacía de frontera entre los campos y el camino de asfalto. La mala suerte de la caída contrarrestó con la fortuna que supuso que el nivel de agua circulando por la acequia apenas llegara a los dos dedos. El azar quiso que no me golpeara la cabeza y que me quedara tumbado, con la mirada hacia el cielo.
No me apetecía levantarme. Aunque estaba metido en una estrecha acequia y me había empapado con esa cantidad ínfima de agua que allí había, estaba a gusto. El cielo estaba completamente despejado. Toda la semana anterior había estado lloviendo sin cesar. Pero ahora la calma reinaba en el firmamento. Pude ver las estrellas con total nitidez. Me quedé embobado por el brillo de una en especial. Era la más resplandeciente de todas. Entonces pensé en la distancia que me separaba de ella, distancia que no evitaba que pudiera verla. Yo me di cuenta de aquello que tantas veces había oído e incluso había pronunciado yo mismo: “Cuán insignificantes somos en lo que respecta a todo el universo”. Estas palabras, que siempre había creído entender, llegaron a lo más profundo de mi corazón. Por fin conseguí interiorizarlas, sentir lo que realmente significaban. Es algo que hay que sentir, como muchas otras cosas en esta vida que, por más que intentamos decir, no podemos. Y es que, hay cosas, que no se pueden describir, situaciones, emociones, momentos y sentimientos, inexplicables, que nos dejan, literalmente, sin palabras.
Tras diez minutos y varios estornudos que indicaban que al día siguiente estaría acatarrado, me levanté y salí como buenamente pude de aquel lugar. Proseguí mi camino, con cuidado de no pisar ningún caracol y me dirigí a casa. Una vez en mi humilde morada, me desvestí, me duché y me acosté mirando al techo. Pese a estar en medio de una completa penumbra debido a que la luz estaba apagada, no pude cerrar los ojos. No conseguí dejar de pensar lo que aquella caída me había hecho ver y, la de cosas que me he estado perdiendo para mirar hacia abajo. Pensé en que, a partir de ese día, intentaría mirar hacia arriba y a los lados y, no sólo hacia abajo. Desde entonces, voy buscando esas sensaciones, situaciones, momentos y sentimientos que son inexplicables, que nos dejan sin palabras. Ahora únicamente centro mi mirada en el suelo para no pisar los caracoles.

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