martes, 4 de septiembre de 2012

El último baile (IV)

Es curioso ver el modo en el que una palabra puede trastornar a la gente, cómo de simplemente resultar familiar, curiosa, graciosa, triste o simplemente difícil de decir (como otorrinolaringólogo), cómo de eso, puede pasar a convertirse en algo que nos ahoga como si de un bocadillo de polvorones en pleno agosto se tratase. Tetradotoxina, esa era la palabra que hacía que unos momentos su corazón se parase y en otras ocasiones latiera a una velocidad de estrella fugaz. Nunca olvidaría esa palabra.

La primera vez que la oyó fue en su juventud, en una de las numerosas series detectivescas que veía. Sin embargo, nunca se dedicó a investigarla, a saber en qué lugares, animales o plantas se encuentra, o de qué se compone, no. Todo esto no le interesaba para nada. A él le bastaba con saber que era un veneno, como el cianuro o cualquier otro. De hecho, si le hubieran preguntado por una sustancia tóxica, la primera que le habría venido a la cabeza habría sido esta última y, además, siempre añadiría que, es una sustancia que deja un ligero olor a almendras y hace que los labios se tornen de un color más bien morado. Sin duda, el cianuro era el veneno que más se veía por la televisión, un veneno de estar por casa, se podría decir. Pero desde el día en el que un policía llamó al timbre de su casa para darle la peor noticia de su vida, desde el peor día de su vida, la palabra “tetradotoxina” se le quedó grabada a fuego en el corazón, nunca la olvidaría.

Para ser exactos, la oyó cuando llevaba esperando dos horas junto a la puerta de la sala de autopsias y un tipo con bata blanca salió para hablar con el inspector. El inspector y el forense se apartaron a un lado y mantuvieron una conversación de unos cinco minutos. Acto seguido, el forense volvió a aquella fría habitación llena de los pacientes más tranquilos del mundo. El inspector se dirigió hacia él y, lejos de realizarle un interrogatorio o darle largas en lo que respectaba a la causa de la muerte de ella, fue sincero, le contó la verdad sin tapujos. Fue algo que le extrañó en gran modo ya que, la policía, tenía fama de inepta, de ver culpables en todos los sitios, de no descartar a nadie. Sin embargo, aquél inspector parecía diferente. No tardó mucho en confiar plenamente en él. Ella, había muerto a causa de la ingesta de tetradotoxina, un potentísimo veneno que actúa de una manera efímera y fugaz, casi en el acto. Al oír esto, sus llorosos ojos se llenaron de incertidumbre, miedo y rabia. ¿Quién podía haberla querido matar? ¿Por qué? ¿Dónde estaba el responsable de su muerte? ¿Le dejarían matarle cuándo lo encontrasen?

Todas esas preguntas llegaron después de aquella interminable noche pero no obtuvo la respuesta a todas. La investigación no llevó hacia nadie. Apenas tardaron un mes en dejar de investigar y, para entonces, él ya estaba en su exilio en Sudamérica, donde tocó fondo. Resulta curioso que, una persona que da su vida a investigar crímenes, una persona que trabaja en un periódico y se mueve por la búsqueda de la verdad, por destapar los hechos tal y como fueron, por hacer que todo el mundo sepa lo que ha ocurrido, es curioso que cuando más volcado debía estar en un caso, lo único que pudo hacer fue darle la espalda a todo. Asumió que nunca sabría la verdad. Intentó investigarlo en numerosas ocasiones pero, lo único que le ocasionaba era malestar, dolor de cabeza, noches en vela, noche pensando, noches de llantos, noches en las que repasaba todo lo que sabía y veía que, una y otra vez, lo único que hacía era darse golpes contra un muro, intentar encontrar una gota de agua en el mar, un grano de arena en el desierto.

Lo único que desveló su investigación y la de la policía fue que, alguien había puesto una botella de agua con tetradotoxina dentro de la máquina expendedora que había en la primera planta del hospital, justo antes de entrar en el ascensor. Ella, antes de salir hacia casa, había comprado una, la había abierto en el ascensor, había dado un trago y la había guardado en su bolso. Ni siquiera llegó con vida a la planta inferior, donde estaba el parking donde tenía aparcado el coche con el que volvería, un día más a casa. En la máquina expendedora encontraron otras dos botellas envenenadas. Sin embargo, no había ni una sola huella, ni una grabación en la que se viera algo, nada. La única pista respecto a un posible culpable fue el testigo que encontró el cuerpo y vio a un tipo corriendo pero, más tarde se descubrió que el tipo que corría, lejos de ser culpable de homicidio, era un médico que corría hacia un quirófano a través de las escaleras en respuesta a la llamada de su busca. Ésa era toda la información del caso de su mujer. En los siguientes días aparecieron otras dos víctimas más en otros hospitales, llevadas al otro barrio con el mismo método. Pronto se constató que el responsable de esas muertes era un asesino en serie. La policía creó un perfil psicológico y, como siempre, dictaminaron que era alguien frío, inteligente, que llevaría una vida normal ante sus conocidos (aunque seguramente no tendría mucha relación con casi nadie) y que se deleitaba con las ideas de poder y control, de poder quitar vidas a su antojo sin consecuencias. Más allá de esas tres víctimas, no se encontró nada.

Ella había muerto por accidente, por casualidad, sin motivo, sólo por el capricho de un loco que no había dejado ningún rastro, un loco que necesitaba experimentar el placer de jugar con vidas humanas, un loco sin rostro, otra boca flotante más.

Después de ese día, recibió el apoyo de todos sus familiares y amigos pero, lo rechazó y lo único que hizo fue darle la más digna de las despedidas que pudo para, acto seguido, hundirse en sus pensamientos, él solo, lejos de todo, en mares de recuerdos y tragos de llantos, en decisiones que marcarían el resto de sus días. Una y otra vez pensaba en lo mismo: había perdido su razón de vivir. Durante años y años había esperado a que ella llegara, sabía que un día el amor llamaría a su puerta, él le abriría y le invitaría a quedarse para siempre. Pero siempre fue menos de lo que él creía. Siempre fue todo y a la vez nada. Sabía que, desde aquel trágico día, no haría más que levantarse de golpe en mitad de la noche, que gritaría su nombre, que daría rodeos con un paso firme y lleno de rabia junto a la cama, que se despertaría queriendo verla a su lado, que bailaría con la almohada, que se giraría en la cama en busca de un beso que nunca llegaría, un beso que se llevaría el viento. Sólo quería tenerla a ella a su lado. A esa persona a la que siempre tuvo y con la que siempre podía contar ante cualquier problema que tuviera en su vida, esa persona que le curaba todos sus males con un simple abrazo, con una mirada, esa persona que le hacía sentirse seguro. Seguro y querido, no pedía más. Durante un tiempo la tuvo pero ahora, en su ausencia, la vida no tenía sentido.

Sólo el tiempo y la loca idea que le dio aquella canción de no volver a enamorarse nunca más para no pasar por aquello otra vez, fueron los que le permitieron seguir con su existencia.

Pero ahora, cuatro años más tarde del “accidente”, iba a romper la promesa que le hizo a Chuck Starter,esto es, la promesa que se hizo él mismo de no volver a amar a alguien de ese modo nunca más. Se había enamorado.

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