No iba a escribir una novela sobre alguien que escribe una novela, siendo ese alguien, en este caso yo mismo. Demasiada gente lo había hecho antes y continuaba haciéndolo. La verdad es que ese verano ni siquiera quería escribir una novela. No quería escribir sobre ningún misterio, no quería escribir ningún culebrón, ni siquiera sobre una sensación. No quería escribir. Un tiempo antes no me habría costado escribir, simplemente me habría levantado de la cama y habría encendido el ordenador y tras unos minutos de escribir lo primero que se me pasaba por la cabeza me habría sentido bien conmigo. Desahogado. Pero ya no quería escribir, no podía. Encendía el ordenador, me sentaba en aquella ahora vieja pero por aquel entonces nueva silla de oficina y me proponía escribir. Me lo proponía pero nada salía de la yema de mis dedos.
Todavía hoy no sé por qué motivo no quería escribir, siempre me había gustado, siempre lo había necesitado. Me ponía música de fondo con la esperanza de que alguna canción activara esa parte creativa del cerebro que a veces en tantas personas permanece dormida. Pero nada. Para nada podía escribir. Salía a dar vueltas por la calle y en cada persona veía una historia. Un señor muy mayor, decrépito, que en otro tiempo había sido alguien de cuerpo fornido, pero los años le habían hecho menguar y que la ropa le quedara grande, el sombrero le bailara y el cinturón le diera dos vueltas a la cintura. Ahí tenía que haber una historia, podía escribir sobre eso, seguro que a ese hombre le habían pasado muchas cosas. ¿Debería de haber hablado con él?
Otro hombre, en una iglesia, en plena misa del domingo. Escucha al párroco con una mirada perdida, mientras entre sus manos mece y pasa de un dedo a otro una dorada alianza. Dramático es el momento de silencio en el que todos rezan y su mirada perdida, se pierde más aún en el infinito y el anillo, el anillo queda secuestrado y fuertemente apretado en el puño de aquel hombre que ahora se lleva la mano al corazón, mientras sus ojos, mientras su mirada perdida encuentra unas lágrimas que solo él sabe de dónde vienen. ¿No podía escribir un relato con él como protagonista?
También una mujer, ya mayor, pero que insistía en vestir a la moda, traje de Channel rosa, perfectamente planchado, contrastando con las arrugas que el paso de los años había dejado en su rostro. Pelo teñido de rubio cenizo. Parada frente a un puesto ambulante de dulces, en un pueblecito francés. Se dedica a esperar a cada cliente que pasa e intenta entablar una mínima conversación. También habla con la dueña de aquel puestecito ambulante. Se despide de cada persona con una sonrisa y si te giras, si te giras y la miras después de despedirte de ella, cuando se cree que nadie mira, puedes ver el infinito en su mirada.
Una chica joven. Llora. Tiene tres rosas en la mano, dos de ellas despeluchadas. A sus pies, un helado de chocolate ha caído, chocolate del mismo que mancha su mejilla izquierda. A lo lejos se ve correr a un chico. Ella mira en esa dirección. El chico desaparece.
Un bebé en un carro. Tiene la cabeza exageradamente grande. Estás en el metro y te mira y le miras. Le sacas la lengua y te devuelve una sonrisa. Te pasas tres paradas así. Te tienes que bajar, se despide de ti con la mano, le devuelves una sonrisa.
Pero todavía no eres capaz, todavía no eras capaz, no querías escribir, porque veías las historias, veías todas las historias de detrás y delante de aquellas personas, ¿pero realmente le importarían a alguien? Ya no lo sabes. Veías demasiadas historias y no sabías cuál de todas era la que quería leer la gente y no querías escribir. Acababas por no escribir nada, apagar el ordenador y querer llorar, porque en un tiempo quisiste escribir.
Hasta que un día toda cambia.
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