viernes, 16 de diciembre de 2011

Otro día en el metro

Era una mañana como cualquier otra. Tras haber desayunado y haberme preparado para ir a la facultad, tuve que correr. A pesar de vivir a unos minutos caminando de la estación de metro, siempre, siempre, me tocaba correr para no llegar tarde a las clases. Mientras se cerraban las puertas conseguí entrar. Como era habitual, estaba a rebosar de gente. Siempre he odiado cuando ocurre esto, no puedo soportarlo, simplemente me estresa. Sin duda, el metro no es un transporte apto para cardíacos. Bueno, a lo que iba. Ya estaba dentro, apretado e incómodo, pero rumbo a mi destino. Frente a mí, una anciana pareja se sujetaba a la barra con la finalidad de no caer en uno de los vaivenes y frenazos, muy a mi pesar, bastante habituales. El resto de asientos, así como los pasillos de todos los vagones estaban llenos. De repente, no sé de dónde, apareció una mujer de mediana edad. Venía desde el vagón contiguo al mío. La mujer empezó a hablar. Yo, con la mirada perdida en la oscuridad de la ventana y, la mente más bien medio dormida, sacudí mi cabeza para despejarme e intentar ver lo que ocurría. La mujer, indignada cómo la que más, reprochaba a la gente joven la falta de educación por no ofrecer su asiento a la gente mayor. La gente que estaba sentada, pronto no supo hacia dónde dirigir la mirada a causa de la vergüenza. Pronto se levantaron dos o tres. La pareja de ancianos, le dio las gracias a la mujer pero, rechazó los asientos alegando que se bajarían enseguida. Aquellos que se habían levantado, no se atrevieron a volver a sentarse a pesar de lo vacíos que estaban los asientos. Una mujer que estaba sentada, de mediana edad, comenzó a hablar con nuestra indignada amiga, explicando que si ella no había cedido su asiento era a causa de su estado. Siguieron manteniendo una conversación. Lo más destacable es que, parece ser, que, en algún momento de su vida, nuestra amiga indignada, había visto como, una persona mayor, que no se pudo sostener bien cuando viajaba en el metro, cayó y, debido al golpe murió. La verdad, me hizo pensar. Consiguió hacerme salir del metro con una sonrisa, con la idea de que todavía hay gente buena, todavía hay esperanza.

Continúe subiendo las escaleras, no las mecánicas como hace el 94% de las personas, no. Subí las escaleras normales pero, no pude evitar girar mi mirada al principio de las escaleras. Había visto a un hombre de mediana edad, más bien algo mayor, era ciego. Intentaba abrirse camino entre la gente. Era como si quisiera dar un paseo por dentro de los sanfermines. Nadie tuvo la decencia de ofrecerse a ayudarle. Mientras observaba aquella imagen desde lo alto de las escaleras, vi como nuestro amigo invidente había conseguido abrirse paso entre la gente y llegar a la escalera mecánica por sus propios medios. Pero también vi a una amiga con la que comencé a hablar. Todavía no sé si aquel hombre llegó sin dificultades arriba y si, una vez lo hizo, alguien colaboró y le tendió su mano para ayudarle a pasar el bono del metro por las puertas que le llevarían a otras escaleras para al fin conseguir subir arriba y emprender su camino hacia donde fuera.

Finalmente, me despedí de mi amiga y me fui a mi clase. Eso sí, no pude dejar atrás aquella sensación de falta de humanidad que me había dejado la imagen del invidente. Sensación que contrastaba con nuestra heroica amiga indignada. En a penas quince minutos, había visto, había vivido cómo, somos capaces de lo mejor y, cómo somos de lo peor. Todo es cuestión de querer, de decidir, de nuestra voluntad. Ojalá el karma regulara nuestras vidas.

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