Se acababa de cambiar de televisión y, una vez instalada en el salón, decidió llevar la caja al desván para guardarla. Hacía ya tiempo que no subía debido sobre todo a su anciana edad, ya no le resultaba tan fácil trepar escaleras. Hubo un tiempo, cuando era joven, en que lo que más le gustaba era subirse a cualquier sitio, de hecho, pasaba muchos ratos en lo alto de un tejado, mirando al infinito. Pero los años no perdonaban. Dejó la caja en el suelo, junto a sus pies, y sacó de su bolsillo la llave que abría la puerta del desván. Metió la pesada llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta.
Estaba bastante oscuro, la única iluminación que encontró provenía de la pequeña ventana que había en el mismo techo. Le pareció bonito y decidió no estropear el ambiente con una luz artificial. Había una gran cantidad de cosas tapadas por sábanas blancas, se podía intuir lo que eran más o menos por sus formas. De repente, oyó un ruido. Miró al techo y vio que era una golondrina. Parecía ser que había logrado entrar por un hueco y había anidado allí. No le importó lo más mínimo. En otra época quizás habría decidido tapar el lugar por donde entró aquella golondrina y deshacerse del nido pero, a estas alturas, ya no le importaba, es más, le pareció un suceso agradable. Con los años se le había ablandado el carácter. Muchos ancianos se hacen más introvertidos y reservados, pero no era su caso. Siguió mirando todo lo que había en la habitación. Una vieja mini cadena, un baúl, una antigua butaca, un cuadro, un álbum de fotos y un espejo de cuerpo entero, bastante sucio, todo sea dicho. Cogió la caja del televisor, levantó una de las sábanas que tapaba un armario y la puso junto a él. Las puertas del armario eran de cristal y eso le permitió dilucidar que dentro había guardado toda una colección de llaveros de distintos lugares del mundo. Eran una herencia que conservaba desde que era niño y que, algún día, completaría con una colección propia de llaveros para dejar a alguien algún día, tal vez no muy lejano…. Al levantar la manta había levantado polvo y sus pulmones, pese a que nunca había fumado ni nada por el estilo, no pudieron soportarlo y empezó a toser. Dejó caer la sábana volviendo a tapar el armario junto con la recién puesta caja.
Se dirigió a la butaca, no había realizado un gran esfuerzo pero tenía ganas de sentarse un rato y estar callado en aquel poco iluminado, aunque de una manera natural y preciosa, cuarto. Su postura sedente y pensante le llevó la mirada directamente hacia el baúl y las cosas que este tenía encima. Además de polvo, había una especie de retrato familiar, una peonza de color verde y, apoyado en el baúl, un cuadro de un bodegón. Parecía que el tiempo le había podrido los frutos a aquel cuadro, era algo triste. Quitó el polvo al retrato familiar. Había unas diez personas, los familiares más cercanos. Siempre le daba impresión verse de joven pero, lo que más impresión le dio y le estremeció por completo fue recordar a aquellas personas de las cuáles, ahora sólo quedaba él en aquella gran casa. Unos se habían ido para vivir su vida y otros se habían ido para no volver… únicamente pudo dar un suspiro y sentir un escalofrío que recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza. De pronto, una lágrima se deslizó su mejilla. Era algo extraño, había vivido muchas situaciones que habrían causado llanto a cualquiera pero no consiguió llorar en el momento. Ahora, pasados los años, por fin caía una lágrima pero, a la vez, también esbozó una pequeña sonrisa en su cara. Recordaba pero, recordaba con ternura, con alegría, de una manera melancólica que le entristecía y alegraba a la vez. Cogió la peonza. Recordaba haberla comprado en un viaje hacía ya mucho tiempo. Era una peonza de madera, verde. Le resultó gratificante que no hubiera termitas en aquel desván. No recordaba el motivo por el cuál dejó allí aquel objeto tan importante para él y que tan buenos recuerdos le daba. Pensó en todas las veces que había lanzado aquella peonza y simplemente se había quedado mirándola sin más. Le quitó el polvo y se la echó al bolsillo.
La luz de la luna empezaba a entrar por la ventana y era la que iluminaba, de manera más tenue que antes, el cuarto. Se levantó y se dirigió al espejo. Junto a él había una especie de maniquí. Era la base de un vestido de novia. Brillaba como el primer día y, con la luz lunar, desprendía cierta magia indescriptible. Los ojos se le volvieron a cargar de lágrimas. Se miró al espejo junto con el maniquí. Lo cogió y bailó. Bailó mientras se miraba al espejo. No le hizo falta encender la mini cadena, aquella canción nunca dejaría de resonar en su cabeza. Aquella canción que tantas veces escucharon y ahora él escuchaba día tras día… Dejó el maniquí y se dirigió hacia la puerta. Dio una última mirada a todo. La golondrina que, parecía haberse ido, había vuelto. Sonrió, cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo.
Mientras bajaba las escaleras para irse a dormir, se dio cuenta de que llevaba algo de polvo en el hombro. Se lo espolsó y, entonces se dio cuenta… él también era un trasto, como tantos aquellos que había en el desván. Sus mejores años habían pasado y ahora, sólo, parecía que solo le quedaba esperar, cogiendo polvo…. Sonrió ligeramente, sacó la peonza de su bolsillo, la lanzó y se quedó mirándola. La miró y esperó. Simplemente, esperó.
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