jueves, 25 de abril de 2013

Duda 1: ¿Se gasta el amor?

Las dudas le invadían. Estaba bien con ella, todo era casi perfecto, pero ¿quería eso para siempre? El resto de su vida con una misma persona, la misma sonrisa cada día, las mismas discusiones por las mismas cosas, un lloro, una reconciliación, unos primeros besos fugaces seguidos de otro eterno y otra vez, la misma sonrisa.
El primer año de relación había sido mágico, inolvidable, divertido… El ir conociéndose poco a poco, descubrir los gustos del otro, aquello que no le gusta, lo compartido, no poder parar de pensar en ella, descubrir cada rincón de su cuerpo y memorizarlo mejor que la palma de su propia mano… Cuando estaban juntos el tiempo volaba, solo querían que se parara y cuando estaban separados las manecillas del reloj aumentaban su peso y se desplazaban a la velocidad de un caracol… Él y ella eran parte de una misma cosa, se necesitaban, se querían. Las discusiones eran algo también habitual… alguna que otra vez pensó que a veces discutían solo para poder reconciliarse más tarde. El primer año también fue el año de los miedos e inseguridades. ¿Cómo una chica como ella podía estar con un tipo como él? Seguro que en cuanto apareciera otro ella se iría de cabeza con él, porque en realidad, sabía que él no podía darle todo lo que se merecía. La había divinizado y cuando divinizas a alguien, todo es poco, eres un mero súbdito que nunca acaba de poder cumplir las expectativas tan altas propias de una diosa.
El segundo año fue el de la estabilidad. Todo algo más tranquilo, más rutinario, más monótono. La pasión inicial había dejado paso a un estado de equilibrio. Ya no se reían tanto, ya no discutían tanto, todo lo hacían en un término medio, y cuando haces algo en término medio solo puedes ser medianamente feliz, que es mucho más de lo que tantas otras personas conseguirán en su vida. La inseguridad había desaparecido. La diosa ya no era tal, ahora eran iguales. A ella le sentó bastante mal perder su posición divina, pero nunca lo hablaron, supuso que era algo inevitable con el tiempo. Él perdió su miedo a perderla, eso le dio cierta tranquilidad y, de algún modo, fue una de las cosas que más directamente los abocó a una vida tranquila y rutinaria.
El tercer año, la rutina se hizo rutina. Seguían siendo medianamente felices. Simplemente discutían cuando cualquier situación del trabajo o de sus amistades causaba algún problema, ya no discutían por ellos, se conocían demasiado bien, era una tontería. Él volvió a experimentar el miedo a perderla. Ella tenía una nueva amistad. En el trabajo había conocido a una persona y cada vez que le contaba algo, él la veía volver a sonreír como lo hacía aquel primer año, su sonrisa de diosa había vuelto y a causa de una tercera persona. Fue entonces cuando volvieron a discutir y, en plena reconciliación, él no se lo pensó dos veces antes de pedirle matrimonio, asegurándose estar con ella para siempre, volviendo a recuperar a su diosa que dejaría de serlo en cuanto le pusiera el anillo en el dedo.
Ahora, en el cuarto año, a una semana de la boda, él se planteaba la proposición. Cuando le pidió matrimonio, ella reaccionó llorando y él pensó que eran lágrimas de alegría, pero la verdad es que no fue así, la verdad es que nunca volvió a sonreír como una diosa, la última vez que lo hizo fue al conocer a ese tipo del trabajo. Él empezó a sentirse culpable porque, siendo sincero, sabía que serían simplemente medianamente felices por su culpa, él se había sentenciado y la había arrastrado a ella. Había sido un egoísta. Ahora no sabía qué hacer. ¿Eran todas las relaciones así? ¿Un buen primer año y luego ser medianamente felices? ¿No deberían de ser todos los años como el primero? Las dudas le invadían.

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