“Pensamientos de suicidio y empeoramiento de su depresión o trastorno de ansiedad. Si usted está deprimido y/o tiene un trastorno de ansiedad, a veces puede tener pensamientos de hacerse daño o suicidarse. Esto puede aumentar al principio de comenzar a tomar antidepresivos, debido a que todos estos medicamentos tardan un tiempo en hacer efecto, normalmente unas dos semanas pero a veces puede ser más tiempo.”
No paraba de releer una y otra vez aquel párrafo de aquel prospecto de aquellas pastillas que le había recetado el médico. Estaba tirado en el suelo, solo, con la espalda contra la pared, una mano apoyada en la cabeza, las gafas en su regazo y la caja de pastillas, en las que solo faltaba una, en su otra mano. El prospecto arropaba su pantalón y le gritaba diciéndole que su estado anímico, que al lugar donde había llegado, hoy en día se le llama depresión y si tomaba aquellas pequeñitas pastillas azules, podría salir de allí. Depresión, de-pre-sión. No era posible, no podía estar metido en esa mierda, él no, a él no le podía pasar eso. Pero ahí estaba, tirado en el suelo, sin recordar cuándo fue la última vez que se duchó o cambió de pijama. Ni siquiera le quedaban platos limpios, la nevera vacía, con medio limón de testigo. El buzón lleno, lo miraba cada día, en busca de aquella carta que le diera algo a lo que acogerse para seguir, pero nada, facturas y publicidad, ni siquiera se molestaba en sacar las cartas del buzón. Llevaba semanas, casi meses, siendo impuntual e ineficaz en el trabajo y ya le habían dado varios toque s de atención, afortunadamente siempre supo disimular muy bien y hacer lo justo para que siguiera pareciendo ante todos que no era de esa clase de personas que necesitaban esas pastillas.
Lo peor de todo era el bloqueo, el bloqueo de todo. Había decidido no destruirse. La primera opción, no recordaba cuándo, pero en el momento en que toda esa mierda comenzó, lo primero que hizo fue darse a la bebida. Se pasaba los días bebiendo y las noches cerrando los bares hasta volver a casa sabiendo que debía de tumbarse de lado porque tarde o temprano vomitaría. No era imbécil y pronto se dio cuenta de no estar solucionando nada. Fue fácil para él dejar de beber, coincidiendo con dejar de dormir. De repente las noches en la cama eran insoportables, necesitaba salir, salir y no parar de caminar. La peor noche fue aquella en la que empezó a caminar y llegó a aquel peñasco, con unas vistas increíbles, unas vistas que dejaron de ser vistas para ver solo la profundidad y que llegaran a su cabeza preguntas como qué pasaría ahora si estuviera él en el fondo del peñasco. Se lo preguntaba constantemente. Cada noche, durante tres meses, estuvo acudiendo allí, pero no supo, nunca supo encontrar una respuesta, el bloqueo seguía, estaba en un punto muerto, su problema, sin embargo, era que estaba vivo.
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