Y nos quitan la capa
en pleno vuelo:
nos metemos en la tormenta.
Nos arrojan, nos empujan,
no sabemos reaccionar.
Las nubes y las estrellas
ahora son truenos, centellas,
rayos y centellas.
Nuestra fuerza de repente,
siete veces menor a la de un gnomo
y un llanto seco
nos estrella.
Y siento la impotencia
y miento para que no me crean
y solo es cierto que no hay certeza,
no hay cielo claro,
solo una dura,
angustiosa,
angustiosa dura corteza
que nos revuelve el estómago
y lo más que podemos hacer
es aguantar,
aguantar esas ganas de vomitar
a la realidad,
a una realidad imperfecta,
de golpes, de zarzas,
de espinas,
sin rosas.
Ya murió la mariposa,
ya llora, desconsolada,
la princesa.
Ya susurra aquella sombra,
rastrojo que arrastra tristeza.
Y mi medicina es la ponzoña
que me mata y me envenena.
Y mis lágrimas son sucias,
ya no filtran,
no confían.
Intranquilas se desprenden,
saltan al vacío
desde mi ciega retina,
rutina diaria, rutinaria,
nos sentimos ángeles
con las alas cortadas.
Y sabemos que pudimos volar,
añoramos el cielo que contamina la realidad.
Caídos, perdidos,
bebidos, vividos, vívidos,
enjaulados, atados,
nos gastaron los suspiros…
Y se nos vuelve olvidar,
el arco friega la cuerda,
da una nota de esperanza,
de brío, de valor y brillo.
Nos tiramos de cabeza al sueño,
nuestras alas rotas pueden volar.
Y en el paredón del cielo,
nos dan, esquivamos las balas,
bailamos en la tormenta,
atormentamos la realidad,
le damos dosis de la nuestra.
Y nuestra sangre riega los campos
y nuestro vómito
es el sustrato donde crece la rosa,
nuestro aire,
el mismo donde crecen las mariposas.
La princesa ríe, alegre,
en nuestra cama.
Y me devuelve la capa,
me da las alas.
Gracias.
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