viernes, 12 de agosto de 2016

Tedio

Hay veces que llueve y estás desnudo en plena calle y no eres capaz de sentir el agua sobre tu piel, ni siquiera el leve impacto de una gota tras otra, ni siquiera cuando se convierten en piedras de granizo o en rayos y centellas. Simplemente estás de pie, en la tormenta, sin la capacidad de sentir nada más que cómo te crece lentamente la barba. Eso sí que se nota. Una mirada perdida, un dolor de cabeza que describirías como residual, el mismo que te trae una noche de insomnio, y una sensación de vacío que simplemente, simplemente no tiene ningún sentido. También sientes la presión de las lágrimas que quieren salir, pero lo único que conseguirán es crear una tensión en tus cuencas oculares que hace juego con tu jaqueca. Igual que notas cómo te pesa la mandíbula, solo por los costados, izquierda y derecha, justo en esos dos puntos te pesa, como si te la hubieras dislocado realizando un grito mudo que, evidentemente, nadie escucha. 
Eh, pero si me preguntan, estoy bien. No podría estar mejor, quiero decir, estoy en lo mejor de ese estado. La gente... La gente no, no quiero que sea el sujeto de mi siguiente frase, necesito un texto más personal, capaz de desbloquear este estado. Yo... bueno, mejor tú, ahí estás, ahí estoy, calado hasta los huesos, desnudo, en medio de una playa vacía, vacía porque llueve, porque es diciembre y porque estamos en Bournemouth. Supongo que estoy aquí porque no encontraba nada que encajara más con mi estado, si se diera la vuelta aquel personaje de Friedrich que mira las olas, seguramente tendría mi rostro. Pensaréis que no es posible, pero yo sé que aunque hayan pasado casi dos siglos, yo soy el retratado. Lo sé con total seguridad. Aunque todavía no logro recordar por qué llevaba la espada o para qué. Pero sé que llegué allí por algún motivo. Dos siglos antes me sentía igual que ahora y estaba en el mismo lugar y necesito saber por qué. Ahora, entiendo más o menos por qué motivo me siento como me siento y, aún así, no acabo de tenerlo muy claro. Y no me preguntéis, pero sé que para conseguir deshacerme de esta sensación, necesito saber qué me llevó a admirar las olas hace doscientos años. 
Dudas y más dudas se desprenden de mi discurso, lo sé, creedme, a mí también me costó digerir el hecho de que viví una situación similar en el mismo lugar hace doscientos años. Y no, no es que tenga más de doscientos años, pero os puedo asegurar que ese del cuadro soy yo. Recuerdo girarme y ver a Friedrich absorto, concentrado y con el pincel suelto, pidiéndome que no me moviera ni me girara o tendríamos que volver a empezar. En aquel entonces no llovía, lo único que mojó el lienzo donde estoy retratado fueron las cerdas del pincel. Él tampoco se mojaba, en cambio yo, si me hubieséis visto, tenía la cara y toda la ropa por la parte delantera empapada. Las olas no paraban de romper contra las rocas y yo, que había llegado allí la noche anterior, me vi en la tesitura de no poder girarme ya que, en algún momento, había llegado alguien que consideró que esa imagen debía ser retratada. A mí, que me daba igual todo en aquel momento, no me pareció mala idea ser modelo por un rato, a condición de que me diera una copia del lienzo. 
¿Que cómo sé esto? Todo empezó una aburrida, tediosa y odiosa tarde de verano en la que mi cabeza y mi corazón no pudieron aguantar más la monotonía del sinsentido. Fue un doce de agosto, a las cuatro de la tarde.

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