Me apetece hablar de la fugacidad de muchos de nuestros pensamientos. ¿Por qué? Bien, os lo contaré. Todo se remonta a una clase de literatura en la que estuve el otro día. No es una clase que me corresponda cursar pero, de vez en cuando, me gusta no cerrarme a las posibilidades que ofrece la universidad y por ese motivo “visito” otras carreras. La asignatura en sí pertenece al “Grado en Estudios Ingleses”, una opción que siempre me ha parecido interesante. En aquella clase, si no entendí mal, hablaban de ilustres autores rusos, sus respectivos movimientos literarios y sobre sus obras. No voy a entrar en materia pero, lo mejor de todo, para mí fueron las salidas de “guión” del profesor, cuando expresaba algo que se iba un poco del hilo de la lección, cuando mostraba sus vivencias, su experiencia y su forma de ver el mundo de algún modo. Bien, en uno de estos “irse por las ramas”, habló de lo efímeros que son nuestros pensamientos. Esto me hizo pensar, pensar y recordar.
Recordé cómo una profesora que tuve en secundaria, normalmente pronunciaba la frase: “Las palabras se las lleva el viento, en cambio, lo escrito perdura”. Cuánto razón tenía. La de cosas valiosas que se habrán ido con el viento en el tiempo y nunca nos llegarán… Si lo pensamos, son muchas. Por suerte, ha habido gente que se ha dado cuenta de esto y ha escrito lo que quería decir y necesitaba expresar al mundo. Todo esto es algo que podemos ver sin un gran esfuerzo mental, es cuestión de darse cuenta de que ha habido pensamientos, grandes ideas, que han volado. Creo conveniente citar aquí un ejemplo mucho más práctico e instaurado en nuestra sociedad, los contratos. Los contratos son la prueba física de que las palabras se las lleva el viento. Cualquier contrato intenta que perdure lo que hemos acordado mediante palabras. De un contrato matrimonial al de la compra de un coche, cualquiera (sinceramente, no veo para nada necesarios los contratos matrimoniales ya que, conllevan que, además de las palabras, el viento se lleve los sentimientos pero bueno, eso es otra cosa y no me quiero desviar de mi camino). Esto también nos podría llevar a percatarnos cuán poco valor tienen las palabras de algunas personas y cómo, la palabra, a día de hoy, ha perdido su valor. Pero no quiero empezar a juzgar a nuestra sociedad, no. Quiero continuar hablando de la fugacidad de la palabra y de todo lo que se ha esfumado y cómo se puede intentar paliar ésta gran pérdida.
Ahora, tras recordar esa célebre proposición, he de seguir contando lo último que dijo aquel profesor de universidad y me llevó a escribir este post. Comentó cómo, cuando se nos ocurre algo, nunca se nos vuelve a “aparecer” de la misma manera, con las mismas palabras (esto es, lo efímeras que son las ideas). Relató también la historia de diversos ilustres personajes, escritores en su mayoría, que llevaban un cuaderno a todas partes para apuntar sus ocurrencias nada más se le ocurrían ya que, luego, por mucho que las intentaran recordar, no podían hacerlo del mismo modo que aquella primera vez que esa idea les vino a la mente. Entonces, dio un consejo: “Llevad una libreta a todas partes”. No tengo muy claro aún el motivo que me hizo interiorizar y filtrar estas palabras pero, lo último que he hecho ha sido comprarme una pequeña libreta de bolsillo. He decidido llevarla conmigo a todas partes y a todas horas. De momento ya he llenado dos páginas, una de las cuáles, me ha permitido escribir este post con, poca claridad a lo mejor, pero mucho mayor que la que habría conseguido sin la presencia de mi nueva libreta. Difundiendo la palabra del anónimo profesor junto con unos añadidos: “Compraos una libreta. Sentíos como un detective y, paliad la enfermedad del olvido, de la fugacidad del pensamiento”.
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