Todo empezó en el verano en que me quedé solo. Un inicio triste, es la verdad, no voy a mentiros. Dicen que las buenas historias empiezan con una situación favorable para el protagonista para que luego seguidamente algún contratiempo se introduzca en su idílica y bonita vida. Y claro, el contratiempo se consigue superar y se restablece esa armonía inicial. En esta historia no hay otro protagonista que yo mismo, un escritor frustrado, que no sé por qué llamo escritor si ni siquiera llegó a ser un intento de escritor. Y ahora nos describirá su momento idílico, ¿no? Pues no, no puedo, ya os he dicho que no os voy a engañar. La felicidad fue cosa del pasado y quién sabe si lo será del futuro, pero el caso es que ahora, ahora todo es una mierda. ¿Necesitáis saber algo más? Mmmmmm, tengo veintitrés años, vivo cerca de una ciudad española de la que prefiero no deciros el nombre, acabé mis estudios en filosofía, me gusta leer novela negra y correr, correr mucho sin sentido, sudar todo lo que pienso y caer rendido para que el cansancio consuma mis noches de insomnio. Vivo solo, hasta hace poco no era así, pero la vida da muchas vueltas, son cosas que con la muerte no pasan. La muerte es aburrida, no pasa nada, pero la vida puede ser divertida y aburrida, aunque últimamente es un muermo. Si en parte estoy solo y tan jodidamente perdido es por haber estudiado filosofía… Pensar, pensar creo que es lo peor y lo mejor que he hecho en la vida. No soy para nada feliz y la gente no suele llegar a esa conclusión sin pensar. No sé cuántos meses podré seguir viviendo en esta casa de alquiler, me queda poco dinero y no me dedico a nada, ni parece que lo vaya a hacer por lo pronto. Y como todo loco, no me cuesta obsesionarme con pequeñas cosas, cosas que sé que están vacías, que no tienen sentido y que no tardarán en ser reemplazadas por otras. Todo son páginas de un libro que devoro con entusiasmo pero que paso en milésimas de segundo. Y disfruto y me vuelco en esa página, la saboreo, la degusto, la exprimo, busco información sobre ella, muestro mi afición, la escondo, la llevo al límite y espero el momento en el que llegue la siguiente página, con la que me obsesionaré igual o más que con la siguiente.
¿Y qué hago? Escribo. Creo que no hay mejor terapia para quien está solo. Antes hablaba, ponía parches, escribía oralmente, pero la verdad, escribir, aburríos ahora con esta historia, materializar mi propio vicio, mi locura… me parece la mejor terapia, al menos con la que menos molesto, aunque también me parece la mayor perdición, porque yo, estoy obsesionado con mi obsesión, es todo un círculo vicioso. Escribo sobre la locura, sobre la obsesión, pretendo convertirlo en una terapia cuando en realidad lo que estoy haciendo es tomar una droga que me hace sentir bien pero poco a poco me crea una adicción ponzoñosa que me destruye. Y ahora, vosotros, pensaréis que no estoy loco, que soy listo, cuerdo, inteligente, quizás lleguéis a la conclusión de que solo la gente inteligente es capaz de crear un discurso tan confuso y tan claro, que haga que no podáis dejar de leer, que os mantenga en vilo esperando el momento en el que os cuente cómo me quedé tan solo… o quizás estéis más cerca de mi opinión y penséis que simplemente soy un idiota, un poco sociópata y narcisista que cree que contando su historia conseguirá llegar tal vez a alguien, que alberga en el fondo la esperanza de escribir un éxito de ventas contando sus penas, porque a todos nos gusta ver las penas de los demás y ver que estamos mejor… que alberga esa esperanza pero poco a poco se consume en un sentimiento de vacío, en una actitud nihilista, que sabe en parte cómo se siente, pero que a la vez no tiene ni puñetera idea. ¿Ya habéis tomado posición? Si os soy sincero –y esa es mi intención en todo momento– yo todavía no.
Y creo que todo empezó antes del verano, mucho antes llegó el momento en el que me empezaba a quedar solo y hasta día de hoy no sé si fue decisión mía o no, no sé si me arrepiento, solo sé que me regodeo de estarlo pero siento que es tremendamente desagradable y me retrae las entrañas y me vuelca el corazón, provocándome un dolor de cabeza y unas ganas de vomitar como las que solo puede provocar una enfermedad mental. El primer año de carrera fue difícil para mí, fue trascendente. Podía hacer lo que quisiera, pero decidí pensar… No tardé mucho en darme cuenta de que pensar era algo triste, todo se convertía en una duda constante y la felicidad en algo efímero, fugaz, que se encontraba en el mismo hecho de pensar, de filosofar y solo conseguías un pequeño orgasmo al llegar a ciertas respuestas, pero luego te tocaba otra vez seguir pensando y darte cuenta de que nunca pararías, de que había incógnitas que parecían más claras solo pensándolas, pero que quizás no tenían respuesta. Me pareció muy triste, tremendamente triste, mi escepticismo y agnosticismo de aquel entonces era muy triste y la sonrisa que decía a todos que era feliz era la más falsa posible. Ahora ya no sonrío. El caso es que decidí que tenía que salir de ahí, que no quería pensar más, que no valía la pena resignarse a la vida, porque no creo que haya filósofo que no se haya resignado a vivir. Todos se suman en ese aire de superioridad, en una especie de estoicismo que va acompañado de esa sensación hueca, de vacío… Y yo me había metido ahí, ¿tenía que resignarme? No, yo tenía muy claras mis prioridades en la vida y ahí estaba, a mis dieciocho añitos, equivocado, metido en el error y con ganas de repararlo. Fue entonces cuando me empecé a colar en clases que no eran de mi carrera,´necesitaba ver desde dentro dónde podría estar bien, no quería equivocarme otra vez.
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