Quizás debería de haberos dicho que escribo todo esto mientras decido si meter en la bañera la medusa cofre que compré hace exactamente un mes y trece días. Sí, si habéis visto Siete almas sabréis a qué me refiero. Si no lo habéis hecho, creo que estáis tardando en hacerlo, porque es algo más que una película llena de sentimentalismo —o tal vez no, sois libres de juzgarla como queráis—. Todavía no he sido capaz ni de atreverme a acercarme a llenar la bañera. Necesito tiempo para decidir. El caso es que empecé a colarme en clases. Recuerdo que una de las primeras fue una a la que asistía un amigo que conocí el otoño que pasé estudiando inglés en Bognor. Creo que trataba sobre normas ortográficas o algo así y tuve la mala suerte de que era básicamente práctica. La profesora era un tanto peculiar, daba clase en la universidad, pero vestía con una blanca, como si fuera una doctora, pero de las de verdad, de las que curan, y no de esas otras tantas personas que se hacen llamar doctores por tener un doctorado. Me fastidia mucho ese engaño. Vale, es cierto, pero para la gran mayoría cuando alguien nos habla de un doctor, esperamos que sea capaz de salvar al piloto que se ha atragantado con la aceituna rellena de anchoa y al que la azafata mira y zarandea mientras reclama ayuda. Esta profesora disfrazada de doctora estaba ante una clase de unos ochenta alumnos, uno de ellos era yo, que simplemente me colé, olvidando preguntar antes si podía asistir como oyente. Me integré entre el grupo de los chicos, al lado de mi amigo, aparentando ser un alumno más. Estaba claro, si te cuelas en una asignatura práctica corres el riesgo de que te pregunten y casi fue así. Empezó a interrogar uno a uno a cada uno de esos universitarios y universitarias primerizos, que como buenos principiantes llevaban hechos los deberes. Para mi desgracia preguntaba siguiendo la fila con la mirada y no por los nombres de la lista. Se acercaba mi turno, el chico de al lado contestó y… Y una chica al fondo no tenía muy claro el por qué de la respuesta. Fue mi salvación. Hubo al menos cinco minutos de explicación y cuando dijo que continuáramos corrigiendo, di el testigo a mi colega y conseguí pasar totalmente desapercibido. (Ahora mismo me doy cuenta de que no debería haber desvelado tan pronto lo de la medusa, he quitado bastante tensión y suspense a una historia que aún no puedo ni podríais catalogar en un género concreto sin la posibilidad de equivocaros). La verdad es que los nervios hicieron que me rugiera el estómago y cada vez con más frecuencia. Soy un tipo muy nervioso, por fuera suelo aparentar seriedad —sin ser yo nada de eso— pero cualquier cosa institucional y más relacionada con los estudios académicos me hace temblar, puede que me hayan inculcado demasiado la importancia que puede llegar a tener pasar una prueba con un papel y un bolígrafo y obtener la máxima puntuación. Me preocupaba demasiado por mi expediente, al menos lo había hecho hasta ese momento. Os reiréis si os cuento que pensaba que aquellos que hacían los exámenes con bolígrafo de color negro eran unos locos, porque había leído que según ciertos estudios, el color, el impacto visual importa a la hora de recibir el documento, y el azul creaba relax, disminuía el estrés y no era tan monótono como el negro, vamos, que entra mejor por la vista… En definitiva, tras rugidos y sudores fríos esa clase acabó y no tuve que volver —tampoco tenía ganas— a pasar por aquel sufrimiento de colarme en una clase práctica.
La siguiente clase en la que me colé —también con mi amigo de Bognor— fue una clase de verdad. El profesor, era un profesor de verdad. Creo que trataba sobre literatura, tampoco estuve muy atento a la materia y el profesor tampoco, así que no se puede decir que le faltara al respeto colándome en su clase, porque os puedo prometer que jamás en la vida estuve tan atento. Era un buen profesor, ahora, además, es un buen amigo. Con buen profesor me refiero al profesor que te da consejos para la vida y que puedes decidir cogerlos o dejarlos si te das cuenta de la importancia que tienen, porque a veces, la mayoría, pensamos que ya nos están contando otro cuento, otra historieta, y lo comentamos después entre todos, y nos reímos. Pero no, el profesor, suele saber más que la mayoría de los alumnos. Y no es que me considere del porcentaje de los alumnos que superan al maestro, pero… bueno, es que lo soy, no solo me lo considero. ¿Por qué acabé haciéndome amigo de él? Me entendía, sabía de lo que hablaba y pocas personas en el mundo son capaces de acercarse a esta cabeza loca y sin control que solo puede acabar de una manera. Fue en esa clase, en esa clase me cambió la vida por lo que dijo, por lo que recomendó. Invitó a todo el mundo a llevar siempre con él una libreta y un bolígrafo porque lo que pensamos, lo que se nos ocurre, aparece en nuestra mente en un momento, pero luego vuela, vuela y cuando queremos darnos cuenta ya no es igual. Unos buenos versos, la forma en la que te declararás a esa chica que te gusta, el mejor de los pensamientos y la forma en la que lo desarrollarás… quizás la teoría del todo… cualquier cosa. Cualquier cosa aparece en nuestra mente y si no la materializamos desaparece, ya no es igual, se pierde en ese mundo ficticio en el que todo vive antes de que seamos capaces de transformarlo en realidad. Esa misma tarde, mientras acompañaba a mis padres a hacer la compra, me fui a la sección de papelería de aquellos grandes almacenes y me compré mi primera libreta de bolsillo. Era negra, con las tapas de cuero y las hojas de un amarillo blanquecino y además, llevaba una gomita para que no se abriera. Era perfecta, pero también necesitaba un bolígrafo, para empezar de cero una nueva etapa necesitaba que la base fuera sólida y nueva: compré un bolígrafo negro que ahora siempre está sujeto en la goma de la libreta —todavía inacabada—. Estaba claro, dejaba atrás esa etapa en la que me di cuenta que pensar era una mierda, acabar en el pozo de la desesperación, la tristeza y el sinsentido y empezaba una nueva era, una nueva forma de ver el mundo en el que pocas cosas se me escaparían y en el que podría mirar el mundo con la seguridad de que pocas cosas se me escaparían… También es cierto que en parte se convirtió en mi diario y es que hay momentos, premomentos incluso, que necesitas ver escritos para tener todo más claro o incluso para creértelos, quizás o lea —o mejor dicho, os escriba— algunos de esos desvaríos antes de abrir el grifo…
También hay páginas arrancadas. La primera vez que arranqué una página fue para protegerme de ella… para protegerla o… no sé, para proteger todo lo que nunca fue… Recuerdo aquella página porque la arranqué entre lloros y sollozos y es por eso que aún la conservo, porque intenté quemarla, pero no ardió.
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